Al final del recorrido la Virgen, habiéndome llevado en su seno muchas lunas, dió a luz a mi renovado Ser. Y el encuentro se produjo. Y de la crisis nació la fuerza incontenible, inminente expansión, que me catapultó por los aires a través de la experiencia. Llegué así al pie de una imponente montaña, donde una criatura no menos solemne aguardaba por mí; parecía encarnar su esencia, como si en sí misma estuvieran contenidas las inmensas alturas, los prominentes riscos de arcaica roca, los sinuosos desfiladeros, el silencio...
La reconocí como el majestuoso animal que era: un Markhor. Su profunda mirada infundía respeto y sabiduría atemporal, pero también reflejaban una paz digna del monje asceta que ha pasado incontables días y noches en la más pura soledad para ser Uno con el Universo y la Vida en sus misterios. Entonces, tras ese eterno instante en que nos contemplamos profundamente, dio media vuelta y comenzó a ascender la ladera por un estrecho sendero: supe que la hora había llegado, debía seguirlo. En esos primeros pasos por la montaña tomé conciencia de que Capricornio había aguardado con amorosa paciencia por mí, a que estuviera listo, desde la última vez que caminamos juntos. Pero ahora ni él, tomando la forma más perfecta de aquél Markhor, ni yo, somos los mismos.
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